sábado, 28 de julio de 2007

Esos heladeros...

Había una vez un niño llamado J. que odiaba a los heladeros. Los odiaba con una fuerza extraordinaria: la que le permitían sus diez pequeños años.
Siempre pasaban frente a la ventana de su cuarto, interrumpiendo su serena siesta.
No era uno el que lo impacientaba. Eran varios, según recuerda, al menos cuatro. Todos llevaban esa maldita música que quizás tuviera algo de suave y melodiosa en los días tranquilos, cuando él se levantaba de buen humor y casi se olvidaba de la habitual siesta, entretenido con el jueguito o leyendo los cuentos, que sabía regalarle su abuela materna.

Poco a poco, pasaban los años y el niño, J., los aborrecía más y más. Constantemente, desfilaban por la calle de su barrio un afilador de tijeras y cuchillos, un viejo vendedor de ropa, un heladero y otro heladero. Estos últimos iban con distintas canciones incorporadas a sus bicicletas, junto a la conservadora o con alguna corneta y gritando “heladeerooo!”, “heladeerooo! , o también “¡helado, palito, bombón heladooo! Cruzaban la avenida con el sol sobre sus espaldas, cada una de las siestas de su vida. Algunos vecinos, ofuscados por su ingrata presencia, acudieron a la municipalidad o comuna, a las vecinales, a inspectores de transito, alegando que aquéllos “iban en contramano”, e incluso llegaron a pensar en contratar a algunos de esos locos de las armas, o un francotirador, para ver si los podían liquidar de a poco, como si fueran accidentes comunes o enfrentamientos – “llamados, a veces, ajustes de cuentas”- entre dos grupos de la villa aledaña.

La cuestión es que pasaban los años y J. se hacía adolescente y, después, adulto y el problema de los heladeros a la siesta seguía.
Ya adulto, J. necesitaba descansar bien a la siesta para poder volver al trabajo con más energías. Pero esto no podía continuar así.
Un buen día se le ocurrió ir eliminándolos uno a uno. Cada momento en que hacía un análisis sociológico de la situación, le parecía que estos tipos no querían trabajar en otra cosa y les gustaba aprovecharse de los pibes pequeños. Asimismo, llegó a sospechar que los heladeros eran la punta de un iceberg de una red de traficantes de órganos. Iban siempre vestidos de blanco será por esa razón que su imaginario social- al parecer aún casi infantil- los describía así.
Decía que ese buen día los iría matando uno tras otro. ¿Qué usaría para hacerlo? ... Su imaginación era vastísima y su coraje, con el tiempo, se fortalecía. De tal modo es que decidió envenenar al primero, el que pasaba a las tres en punto de la tarde, con un fino dardo, desde una obra abandonada hacía unos años. De allí dispararía con su rifle. Había elegido estricnina y ya había montado su arma... El plan estaba más que medido. A esa hora no andaría nadie por la calle. Hacía cerca de cuarenta grados.
Entonces fue así como lo ejecutó: tal como lo había pensado. Y, el primero en caer tuvo la mala fortuna de desvanecerse y dar su cabeza contra la acera, donde extravió el mortal dardo y fue tomado por muerte natural. La policía y los parientes la justificaron pues sufría de insuficiencia cardiaca. Un viejo policía sentenció, en ese momento: “muerte accidental causada por muerte natural”, guiado por su viejo vicio causístico.
Naturalmente, no había sospechas sobre el hombre que odiaba a los heladeros, porque esa figura podía asumir varios rostros.
Ciertos medios radiales y de prensa escrita del lugar comenzaron a hacer comentarios al respecto, lo que contribuyó solamente a que los heladeros vendieran aún más. Pitos y cornetas sonaban casi a coro, en la siesta santafesina.
Nuestro hombre, J., perdía la paciencia nuevamente y, ensayaba nuevas estrategias... “A la caza del heladero. Un modelo para desarmar”, pensaba afectado.
En su segundo ataque no debía quedar tan expuesto porque, aunque todavía no había sospechosos y el caso se suponía que había concluido, tuvo la suerte de que el terrible dardo se perdiera en el desprolijo césped. Pero, ahora no le era posible fallar.
Una aburrida tarde se ocupó de seguir al otro heladero que frecuentaba el barrio. Ahora también sabía donde vivía. No le robaría la bicicleta, no tanto porque lo creyera imposible, sino porque su proyecto era más sutil. Pagaría a un viejo conocido, dedicado al comercio de bicicletas propias y ajenas. El gordo Carlos era quien ejecutaría el trabajo fino y dejaría flojas las tuercas para que la bici del heladero se desarmara cuando éste tomara velocidad.
De este modo, todo simularía un accidente...

Al tiempo de concluido dicho proyecto, los medios gráficos locales publicaron en tapa: “Intrigas en torno a la muerte y al accidente de dos heladeros”, en el barrio Candioti Norte.
Al último heladero que recorrió el barrio, después de los sucesos, se lo vio persignarse antes de entrar. Se dice, además en Candioti, que ahora los heladeros que pasan – que son pocos- lo hacen luego de las 16. 30hs., y que la gente está deseosa de saber quién fue el mentor de semejantes actos contra los heladeros... Dicen allí: “ ...el silencio a la siesta es algo de lo que gozamos los pobres. No podemos comprarlo como hacen los ricos, sino que nos lo procuramos de cualquier manera viste, ¡que esto lo sepan todos! ...”
Se comenta en el lugar, que ese heladero rubio, venido de otro barrio se quebró una pierna y un brazo al caer de forma inesperada de su bicicleta y que ahora “vendrán unos meses de tranquilidad por aquí.”

1 comentario:

maranagui34 dijo...

Te cuento que por ahora es el único de los cuentos que leí y en su comienzo casi lo dejo porque me pareció aburrido pero que suerte que persistí pensando no puedo joder a mi amigo marce y continué porque me encontré con un desarrollo atrapante y un buen final. Te felicito. Estoy contenta por vos y por la persistente alimentación de mi ego ya que vuelvo a ser la número uno en otro cosa en este caso la primera en hacer comentarios de un cuento tuyo en tu blog y quien sabe si no la primera en acceder.
Besos de Analía y arriba!!!! seguí subiendo cuentos a tus blog tal vez algún poema podría ser....