sábado, 28 de julio de 2007

J. criador de gallinas

J. era un hombre solo. Al comienzo vivió con su madre, quien lo acompañó largos años por ser longeva. Sin embargo, la compañía de ella no aplacaba la soledad de aquél lánguido y reticente ser.
Acostumbraba a caminar por el patio mirando los pájaros que se posaban sobre las ramas de los durazneros, los nísperos y los naranjos que poblaban el verde. Pasaba las horas observando el movimiento de las inquietas aves al construir sus nidos. Miraba cada uno de éstos: sus caídas, la búsqueda de pequeñas ramas, los retornos al lugar del árbol elegido para tener su casa y sus crías.
Al parecer sabía un oficio o varios: había sido pintor, carpintero y quizás buen peón de campo durante sus jóvenes años de vida. También se había dedicado a criar gallinas, a las cuales acariciaba como si fueran los hijos que nunca había tenido.
A media mañana, recorría el gallinero en busca de los huevos que jamás eran más de cuatro. Y cuando entraba el sol en las tardecitas de verano J. se entretenía con sus coloradas: las tomaba por las patitas y ensayaba con ellas un vuelo corto, pero vuelo al fin. Cada uno de los días de su vida hacía su paso por aquel terreno cercado por un alto tejido en forma de rombos.
En la familia, sus hermanos, que no convivieron con el más que cuando eran niños, creían que estaba un tanto loco: “no es del todo cuerdo el pobrecito”, decían o bien, “no tiene todos los caramelos en la bolsa”. O, como expresaba su hermano, en quien la cordura no era una virtud, sobre todo cuando bebía unos tragos demás: “no le llega el agua al tanque al pobre” o “no tiene todos los jugadores en la cancha, pobrecito…”. Así era la comunicación entre los hermanos, la cual no parecía muy fluida y se constituía de algunas discusiones y no pocos insultos...
Él se asomaba detrás del tapial entre tímido y curioso, observando la gente que pasaba por la calle. Tenía algunos hábitos algo particulares. Le gustaba orinar o “ir de cuerpo”, como bien se dice, en contra del muro, o por qué no, cerca del duraznero en sucesivos actos que hacen pensar en cierta naturalidad primitiva o en la falta de pudor para exhibirse en medio del patio con el diario, que le servía de limpiador de las partes imaginadas, una vez terminada la acrobacia. Además, tenía por costumbre mear a un metro del baño de afuera, baño con escusado y puerta de madera al estilo campo. Llegaba hasta ahí y uno pensaba seguro viene apurado al baño porque se bajaba la bragueta desde que salía de la cocina, sin embargo nunca entraba donde debía y eso que tenía dos baños: uno dentro y otro a unos pasos de la casa.
Otras de sus rutinas eran los arreglos en su tallercito a la hora de la siesta. En el barrio cada uno dormía, mas J. quien no conocía las imposiciones del trabajo de ciudad, martillaba, serruchaba o cortaba (cuando no clavaba una chapa) al rayo del sol de mediodía. Varios vecinos le llamaron la atención sobre su trabajo a deshora. Y él los escuchaba con los brazos cruzados con una actitud en su rostro que tornaba entre el no entendimiento y la picardía inocente típica de un tonto o de un avivado.
En sus prácticas cotidianas también entraba “ir al mercado” o ir a la verdulería, como se dice comúnmente. Salía de su casa con un bolsito que tenía más años que él mismo, pero él lo amaba y lo llevaba siempre consigo. Iba a un pasito acelerado como con miedo de toparse con mucha gente, cosa a que no estaba acostumbrado. En la esquina de su casa, habían instalad un negocio que vendía verduras, alimentos y bebidas. Pero, por más que se quiera pensar lo contrario, J. no conocía cómo se ordenaban las cosas en el salón. Y nunca le compraría ni un caramelo a quienes alquilaban.
Poseía el don de una curiosidad sana: en el momento que algún vecino le pedía prestada una herramienta él siempre decía que sí, ahora bien, los seguía hasta el dormitorio de su casa o los acompañaba hasta donde fuese necesario, para controlar el uso que se le daba a su valioso metal.
No era un sujeto violento en cuanto a la fuerza física se refiere, pero era más puteador que un carrero cuado lo obligaban a hacer un trabajo que no deseaba. En ciertos usos se había acomodado a la vida ciudadana. Se pasaba muchas horas viendo televisión, se sentaba en la vereda en las tardes de verano, cobraba su pensión o daba unas vueltas por el centro una vez cada tanto.
Sus días se pasaban entre gallinas, golpes y descansos. Pero, vino a ocurrir que un día se muere su anciana madre, que en cierto sentido era una compañera de casa para él, algo así como si viviese con un amigo en una pensión para estudiantes. Y, cuando esto sucedió, J. comenzó a avejentarse: ya no salía a la vereda, se lo veía poco en la calle y se la pasaba más tiempo encerrado mirando la tele. Además, tampoco eran las mismas las recorridas por el gallinero, ni la cantidad de ponedoras restantes, si se las puede llamar así. Allí estaba J. junto a sus miserias, que para él eran el más grande de los tesoros, quieto, casi inmóvil. Pero, la gota que vino a rebalsar el vaso fue cuando por motivo de la construcción de la casa de su sobrina, le fueron desarmando el gallinero. A partir de ese momento, su canto se apagó como el de una gallina que encuentra el cobijo de la noche, lejos del peligro de una alimaña. Entonces, le quedó poco aire por respirar a este J., muy mentado por sus vecinos (incluso más que por sus parientes) y todo se derrumbó tal como el tejido que cuidaba de sus emplumadas aves.
Lo encontraron muerto una tarde de mucho calor, tumbado alrededor de su silla de fierro, con su gorro de siempre, en medio de la vereda. Dicen los que saben de campo que tuvo una muerte linda, silenciosa, y que quedó con la pata dura como toro viejo que su dueño nunca quiso vender…

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