sábado, 28 de julio de 2007

J., sin recetas.


Se encontraba sentado en su mullido sillón de terciopelo gris. La noche, que caía tras el ventanal, se mostraba callada y luminosa.
J. mordisqueaba sin esfuerzo las uñas de la mano izquierda frente a la luz resplandeciente del televisor. Estaba cómodo y su panza chocaba contra uno de los costados de su asiento. Apenas si podía mover, con mucho cuidado, sus flácidas piernas, ya que tanto peso le incomodaba, y en ciertas oportunidades, su cuerpo le era ajeno, casi inmanejable.
Allí, a unos centímetros de su voluptuosa mano derecha se hallaba el control remoto. Más atrás, a un lado de su sillón, se encontraba el negro, sucio y descuidado centro musical y una desordenada pila de CD junto a éste, dispersos por doquier.
La casa de J. había quedado cercada por grandes edificios, los que le propinaban una caudalosa sombra a toda hora del día. Por tal motivo, J. encendía las luces más temprano que los demás vecinos. Sin embargo, más allá de lo que pensarían éstos, había algo en la oscuridad que lo conquistaba. Él se había habituado a cierta penumbra que observaba como afín a un sentimiento íntimo e inexplicable.
Debido a su gordura, J. había hecho colocar unas rueditas metálicas a su confortable aposento. En su “silla mágica” – así le gustaba denominarla- se movía por toda su casa, entre la ropa tirada por el suelo y sus siete gatos. Los peludos felinos comían de lo que él se alimentaba. No le gustaba cocinarles, sólo los invitaba con sobras de su cotidiana comida y pocas veces, cuando tenían demasiada fortuna, podían comer crocantes productos para gatos, que J. hacía traer de la veterinaria hasta la casa.
Ellos siempre estaban rodeándolo: uno, en el respaldar; uno, sobre su abdomen, otros, encima de sus negros zapatos ortopédicos. Cada uno recogía el pedazo de pan, galleta o bizcocho, previamente masticado por su dueño y comenzaba a morderlo con delicadeza y armonía, acompañando quizás los compases de música clásica que J. escuchaba mientras veía sin ver un partido de fútbol alemán, español, inglés o de quién sabe que otro lugar del mundo.
Otras veces, J. , sin moverse del sillón, terminaba las tareas administrativas que le habían quedado “atrasadas del día anterior”. Así, al día siguiente en el ministerio tendría menos trabajo. Igualmente, J. tenía la sensación de que en su vida cualquier tarea que realizara “era para ayer”. “Todo lo que adelanté era para ayer”- solía decirse en voz baja, para sí mismo- “siempre pasa igual”.
Trabajaba por las mañanas desde muy temprano hasta entrada la siesta y sólo lo hacía de lunes a viernes.
En su casa, él ordenaba- aunque parezca raro- obsesivamente los papeles del departamento de personal, como si esto no entrara en el mismo orden lógico de los restantes objetos del hogar. El resto del tiempo lo ocupaba en atender sus hobbies: mirar T.V., escuchar música, cocinar sólo para él, hacer algunas apuestas a los caballos los sábados a la tarde, o jugar a las cartas con sus compañeros del Ministerio, los fines de semana.
Constantemente J. tomaba el teléfono para pedir comida hecha, con lo cual ya había probado el noventa por ciento de las pizzas, los carlitos, los sanwichs más impensados, además de los pollos y las carnes asadas más variadas de la ciudad. Pero, los días en que se levantaba de buen humor (que eran realmente escasos) todas sus energías las entregaba a satisfacer su deseo de autoelogiarse con una sabrosa comida, en honor a su gula.

De tal modo, J. con aires de experto, preparaba la tabla, dónde la puse, qué manera de haber porquerías aquí acaaá esstá bárbaro, ah tengo que aflojarle un poco al morfi porque estoy como un cerdo, repasaba con la sucia rejilla su afilada cuchilla blanca, este gil de Juanchi no avisó si venía o no el fin de semana ojalá esta vez me toque a mi muy buena carne me vendió el rata del carnicero que bien que está la mujer le pondré ajo y perejil? No, sin grasa un buen lomo como el de élla siempre arregladita y perfumada en la caja esa boca carnosa parece mentira justo élla y sus escotes siempre bien bronceadita qué mugre tiene este repasador tiene un color hermoso piel de durazno ah, no tengo que ponerle tanta sal el médico me tiene harto cómo era que se separaba la piel de la carne del morrón, lo ví en la tele fatal, la cortaré en rebanadas? Sí, a lo mejor encuentro el encendedor, bueno todo listo, qué calor hace en esta cocina encima casi no entro, pongo la olla essen y en marcha, recogía su pimentero de madera, todo, con la paciencia y destreza de un artesano que labra sus mates con blanca alpaca, agregamos un poco de caldo y este vino fiero que trajo Abel más dulce que... zarpamos a cambiar de canal esta haciendo buen olorcito esto quién lo diría con ese blanco que no lo toman ni los crotos ja, ja, gato eso no se hace: Petrus, dejale un lugarcito a Gatubela qué gato capón más uy y esta rubia, epa! que no se pegue a estos azulejos habría que cambiarlos a todos esa grasa no se le sale ni limpiándolos una semana, bien, casi listo ahora unos aderezos y esa mini que tenía puesta hoy como se la bajo despacito y por qué no un poco de orégano es una máquina no se cómo hace el pelado para atajar semejante corte ja, ahora sí un pizca de pimienta y un toque de queso rallado en la mesa, exquisito, digno de un señor como yo no, no, Uds. tómenselas ahí tienen su producto fortificado con sabor a pescado rico, tierno y jugoso el lomo... No obstante, este ritual sólo lo hacía para complacerse a sí mismo: le encantaba respirar en su casa el olor suave y dulzón de las salsas, mezcla de vino, esencias, tiernas verduras y rojas carnes. O detenerse a observar la primitiva danza del fuego, con su colas azules y el chillido manso y constante de la grasa al caer sobre las brasas, los ojos fijos en la chimenea, que usaba exclusivamente para hacer asados, en invierno, sólo si conseguía que le trajeran leña a su casa. Además, era imposible que él invitara a cenar a sus compañeros de juego. En cambio, prefería exaltarse como un destacado gourmet, dominado por afrodisíacas fuerzas interiores, las cuales si tomaban caminos excesivos, eran reprimidas por él con mucho esfuerzo, para no “reventar como un sapo” de tanto tragar.

Lo único que compartía con quienes más de una vez lo “pelaban” en el juego eran unas botellas de cerveza que él mismo preparaba con una receta que le había enviado meses atrás, a través del correo electrónico, un conocido de la adolescencia, que ahora vivía en Munich y con el que remotamente se escribía. Ocupación líquida que emprendía en los momentos libres, los fines de semana, siempre que no jugaran a las cartas. La había denominado Osiris, rememorando la cultura egipcia y hasta le pegaba la etiqueta, que imprimía a todo color en el Ministerio, donde se ilustraba a Osiris junto a Anubis en un fabuloso mundo subterráneo, que J. imaginaba como el lugar donde guardaban la cerveza a fin de mantenerla fresca, colorida y corpórea. La preparaba con arroz, y la dejaba estacionar unos días debajo del aparador, un sitio frío y seco, al alcance de sus manos.
Luego la probaba con la exquisitez de un enólogo y comprobaba si estaba lista para ser paladeada por las gargantas (siempre) sedientas de los empedernidos jugadores, previo paso por la heladera.

Las veces que se reunían sus conocidos a jugar cartas en casa del gordo J., éste destapaba una elegante botella de whisky escocés, la cual esperaba ansiosa a ser bebida por sus pares de juego. También ponía unos bocaditos, tarteletas, aceitunas negras, maníes y salamines caseros con panes cortados en rodajas, diseminados en cada esquina de la mesa, donde no molestasen a la mano, entre los vasos servidos, los ceniceros atiborrados de colillas y las fichas con que apostaban.
Jugaban solamente poker. Cada mano jugada se hacía perezosa; cada jugador, anónimo detrás de los naipes, realizaba su apuesta. Y acto seguido, con gestos que reproducían encuentros clandestinos en viejos bares, sacados de films hollywoodenses o, por qué no, de un ambiente digno de “Al Capone”, acomodaban sus fichas ganadas en sus respectivos rincones, que siempre eran los mismos, por cuestiones de cábala que no podían incumplirse.
De tal manera, los encuentros se repetían y J. perdía sucesivamente casi todas las veces que se juntaban “cartas en mano”, otra vez sopa! qué nabo si dejaba el As ...perra suerte, picantón el salamín del super, no importa la próxima vuelta lo espero y lo dejo sin una sola ficha a ese bagre con eso de que tiene cinco hijos jodete! bien bueno este maní recubierto qué vicio y el humo miércole! parece una cocina coreana voy a abrir un poco la ventana, Full, Color, venga, de nuevo me partió este Abel tan bien que se hacía el sota... Sin embargo, no lo perturbaba en lo más mínimo que esto fuese así. Era plata que había ganado a los caballos o que guardaba sin saber que fin le daría.

Y los días de J. se sucedían sin cambios, con pocas o ninguna modificación en sus rutinas. Pero en una ocasión, él se sintió muy descompuesto, atacado por algunos excesos. Parecía el fin. Había comido “como loco” y su panza era un indomable postre de gelatina. La resaca de una amanecida tras una noche de alcohol, picadas, hamburguesas, y apuestas lo llevaron a la miseria. Sin dinero, sin energías, hecho un trapo viejo y sucio se arrastraba por el piso nunca limpio de su sombría casa. El teléfono estaba ahí, a unos metros de donde se hallaba el gordo J., orinado y vomitado de tal modo que se lo podría asemejar a Gargantúa haciendo alguna de sus grotescas travesuras. Lo que lo diferenciaba del reconocido personaje era ese sesgo oscuro, que no constituía sólo parte de su ropa sino también de todo lo que lo rodeaba, de toda su vida, que ahora se le representaba como una inmensa burla, como un sinfín de agujeros negros sin salidas...
Ahora J estaba en medio de un sentimiento contradictorio, el cual, por un lado, lo inclinaba a sentirse la peor escoria humana, y por el otro, lo hacia moverse hasta el aparato de teléfono para intentar una llamada que le salvara la vida. Y al fin lo alcanzó, temblando de odio y sudor. Y su voz se quebró en un llamado de emergencia.
Un hilo de voz quedó registrado en el contestador automático de la Central de Salud, en la que en esos minutos se realizba un cambio de guardia...hip,... ahh...toy jodido y dónde carajo dejé el celular, qué porquería justo cua-ndo más lo necesi- hip-tás...salgan, salgan gatos ahora no!, ...me voy...sí hablo por una emer-sshhhsshh-gencia, urgencia? , emergencia le di-go ah..., sí, calle J.D.P...al 1974...hasta acá llegué, ¡que amarga mueca esta vida!... pobre de mí, tanto mal habré hecho, pero qué hice, todo se cae tan pronto... qué tenía esa añeja bebida , me destrozó,...ah! por qué tantos excesos, ahora sólo resta lo peor o mi condena, mi condena!!... Jadeos, silencios entrecortados por agudos maullidos y golpeteos de gotas de agua sobre el cielorraso llenaron el largo instante. Fue una madrugada espantosa: sus compañeros de juego se marcharon pues la tormenta de piedras y viento les desarmó los autos y tuvieron que huir adonde pudieron...Y una sola cosa era clara: la llamada de J. sólo se registró en parte y con las interferencias en la línea, más los desastres del inclemente tiempo, no se pudo oír jamás la dirección desde donde era realizada ...

Dos días después, los vecinos lo hallaron luego de sospechar que “algo malo le habrá pasado al gordo para que no se lo vea salir a laburar” y además, todos desconfiaron al no ver ninguna luz a media tarde en la casa de J., la cual era infaltable.

La policía lo encontró tirado a un lado del anónimo teléfono, que aún despedía un ruido agudo y constante. Estaba morado, lo que muy probablemente indicara que murió de un ataque cardíaco. Sus pacíficos gatos fueron localizados a su lado, con una actitud inmóvil, todos en torno al cuerpo de quien fuera su dueño ...
Hoy la situación está en manos de la policía y de sus vecinos, ya que el gordo J. era un hombre solitario y soltero que quizás esperara unirse con sus hermanos en lo que vendría, si es que algo vendría.

Teulo

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