sábado, 28 de julio de 2007

J, en el carnaval.

J. corría desesperadamente por la angosta calle. Las casas y los grises edificios se elevaban por encima de su cabeza. Su cuerpo entero, agitado por una sensación mezcla de éxtasis y temor, avanzaba, ante un fuerte viento que envolvía sus cabellos largos y blancos, en remolinos.
Un torbellino de tótems, indios danzando y oscura sangre esparcida por el suelo, aquilataban su pensamiento. El carnaval había concluido.
Una alteración en su espíritu, vaciado del lugar y del momento de la escena, le conmovían. Las voces de aquellos instrumentos, por segundos, cuando el viento se calmaba y su corazón se apagaba, le perseguían ondulantes. Su respiración estalló entrecortada; los pasos del seguidor eran sonoros. Sus oídos los percibían vacíos, con un eco perturbador.
La enorme figura, desdibujada detrás del hombre de negros rizos, se observaba atroz, entre la tierra, la espesa niebla y las hojas que se alzaban en giros interminables...
Allí estaba, cada vez que J. volvía su cabeza, deformada por una antigua cicatriz, que desde su infancia no le había permitido crecer el pelo por sobre la oreja, en el hemisferio derecho de su cráneo alargado y endeble. Pero el tiempo arrebatador hubo hecho que olvidara el por qué de esa marca clavada en él. Sus verdes ojos, llenos de miedo, quebrados por la fatiga y el dolor se esforzaron por ver más allá, hacia los vivos colores del traje vibrante del otro hombre, los cuales contrastaban con los tonos apagados de las rústicas balaustradas.

La tarde de azules pintados se ennegrecía. Eran J., el extraño callejón y el otro sujeto.
Repentinamente, regresó su frente para comprobar cuán lejos se encontraba de quien lo acosaba, pues sus piernas le eran ajenas. Se preguntaba a sí mismo dónde estaría, en qué lugar terminaría aquella carrera infinita... De pronto, vió que el colorido hombre empuñaba un torcido cuchillo. J había adivinado, en ese enorme ser, un semblante cómico y espantoso, a la vez. Tuvo una clara visión, eso que se le dibujaba como un rostro tallado y sonriente era una grave máscara. Su corazón se inflamó y se le heló la sangre. Aquel sujeto, pensó, y la imagen orgiástica de la gente amontonada, transpirada y algo demencial apareció en su confundida mente. Ese extraño personaje fue quien había apuñalado fieramente al otro, en medio de esa engañosa algarabía, arrojándolo a los brazos del que estaba a su lado y éste no pudo impedir que un llanto púrpura le manchara el cuidado ropaje.
Un silencio inmenso conmovió el instante en que los ojos fríos del asesino se posaron sobre los suyos. No sabía ya hacia dónde correr; la resquebrajada callejuela iba hacia una sola dirección. Extraño fue que no hubiera ninguna calle que comunicase con ella, nada, ni siquiera un apretado pasillo que lo conectase con la salida.
Entonces, su esquelético cuerpo se adelantó unos metros más, pero su vista se topó con un negro paredón, de una altura inalcanzable a sus manos y saltos. Ahí terminaba el camino. Por un segundo se agolparon de nuevo varias imágenes en su memoria. El gran perseguidor estaba allí, a dos pasos de J., con la mirada ladina de quien viene en busca de algo que le ha pertenecido y debe volver a sus manos. Lo único que no disimulaba su máscara era una sonrisa ampulosa, como todo lo que existía en ese sujeto.
El cuchillo brilló entornado y de la empuñadura caían gotas de sangre, que acariciaban sus toscos dedos. Un temor dulce invadió el alma de J., recostado contra la pared. La sombría figura del enmascarado semejábale un demonio. Se preguntó otra vez qué diablos hacia en ese sitio, y pensó que el siniestro ser, sonriente debajo del tapujo, lo oía, aunque eso era simplemente una ilusión... Un viento abrazó los cuerpos de los hombres, que se sacudieron encendidos de cólera. El movimiento ágil del cuchillo acompañó el sonido de su espalda y el frío de su vientre contra la tapia. Con patadas frenéticas consiguió J. alejar a la bestia, que contemplaba risueña la sangre que fluía del estómago y le mojaba la blanca camisa. Luego, en el suelo, arrostrándose entre papeles, bolsas y oxidados tachos de residuo, sintió la muerte. Sus ojos se desorbitaron. Experimentó la oscura tranquilidad que su ánimo sólo encontraba después de una gran fiesta. Ahora todo se derrumbaba, también se acababa esa vida de placeres triviales y de nobles impulsos insatisfechos...
Sin embargo, su mano tocó una fría reja que parecía la de un conducto y que se encontraba a su alcance: en el lugar perfecto, en el momento exacto donde se unen pared y piso, vida y muerte. La arrancó con fuerza, mientras veía cómo el demonio enmascarado contemplaba su fina obra... sus débiles miembros entraron en el conducto y, con lo que sintió como último impulso de vida, se empujó con uno de los tachos, para salir del otro lado del muro, por lo que era un canal lleno de barro, aceite, en medio del hedor agrio que le transmitían los restos de vieja comida adheridos a su ropa. Algo de debilidad y extrañeza por la situación, se apoderó de J. Asimismo, logró incorporarse y miró con desesperación a su alrededor. Ya nadie había a su lado, y a pesar de entrada la noche, el dibujo del tapial no era el mismo. Un toque de alegría encontró su alma. Se tomó con ambas manos el orificio sangrante, levantándose la camisa. Comenzó a dar pasos lentos y bamboleantes y comprobó que no lo seguía. La sangre perdida era bastante, pero no la suficiente como para dejarse morir...”Ya estoy a salvo”, caviló un poco reconfortado, ya no tan agitado y confundido.

La noche era espesa, como la niebla; el viento había cesado; un olor dulce a flores llegaba hasta él, entrecortado. Mantuvo los ojos bien abiertos. Poco después, se cruzó con tres muchachos en la acera sucia y más allá, con otros dos: venían con grandes disfraces y brillantes máscaras en sus manos. Todo era papeles, fuegos que se extinguían y ecos de voces murmuradas.
Imaginó una fiesta distinta de ese lado. Siempre lo habían atraído mucho los enigmáticos encuentros que emergían de esos antiguos rituales... Y sus párpados se cerraron junto a su último suspiro.

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